Voy a ser directo: la mayoría de las bodas son un espectáculo para los demás.

Se gasta una fortuna en un vestido que solo se usa una vez, en un menú carísimo que nadie recuerda, en invitaciones que acaban en la basura y en un photocall que ni los novios disfrutan porque están demasiado ocupados saludando a primos que ni conocen.

¿Y para qué?

Para cumplir con lo que se supone que «toca hacer».

Para que nadie se ofenda.

Para no quedar mal.

Yo lo veo así: una boda no debería ser un trámite social ni un acto de relaciones públicas.

Debería ser una celebración auténtica.

Un momento para disfrutar, no para estresarse.

Si eso significa casarte en la playa con solo diez personas, perfecto.

Si la pareja prefiere algo íntimo en el jardín de tu casa, adelante.

Y si quiere tirar la casa por la ventana, que sea porque les da la gana, no porque se sienten obligados.

La boda es de cada pareja.

No de la tía que se ofende porque no la invitaste.

No de los amigos que esperan barra libre hasta las seis de la mañana.

No de los proveedores que intentan venderte «detalles imprescindibles» que en realidad no necesitas.

Si una pareja se quiere casar, que lo haga a su manera.

Que valga la pena.

Y nosotros, profesionales, nos toca ayudarles.

Japi dei.